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El inicio de León XIV, el papa de ‘puentes’ con fuertes vínculos latinoamericanos










![‘Felicitamos a su santidad León XIV [...] Ratifico nuestra convergencia humanista a favor de la paz y la prosperidad del mundo’, dijo la presidenta Claudia Sheinbaum. ‘Felicitamos a su santidad León XIV [...] Ratifico nuestra convergencia humanista a favor de la paz y la prosperidad del mundo’, dijo la presidenta Claudia Sheinbaum.](http://www.laestrella.com.pa/binrepository/700x1028/1c59/700d394/none/199516884/RIDS/image_content_181-10132868_20250508165734.jpg)




- 09/05/2025 00:00
A las 18:07, la chimenea de la Capilla Sixtina habló en el lenguaje del humo. Una bocanada blanca se elevó hacia el cielo romano, rasgando el gris de una tarde de expectativas contenidas. Un murmullo primero, un grito después, y finalmente una ovación ensordecedora recorrió la plaza de San Pedro como una ola sagrada. Habemus Papam. La fe católica volvió a recibir un pontífice.
Fue la culminación de cuatro intensas jornadas del cónclave, en las que 133 cardenales, bajo juramento de secreto y oración, buscaron no sólo a un líder, sino a un hombre que encarnara la esperanza para una Iglesia que enfrenta desafíos antiguos y nuevos. Y lo encontraron en Robert Francis Prevost Martínez, nacido en 1955 en Chicago, misionero en Perú, prefecto del Dicasterio para los Obispos, hijo de san Agustín. Desde el 8 de mayo, el mundo lo conoce como León XIV y como el 267.º papa de la Iglesia católica.
Horas antes de que la fumata blanca apareciera, la plaza de San Pedro se había transformado en un tapiz multicolor de banderas, cánticos, cámaras y oraciones. Desde familias con niños hasta ancianos en sillas de ruedas, miles de peregrinos llegados de todos los rincones del planeta aguardaban con el corazón en vilo. Muchos, quizás, sin saber con precisión qué esperaban, pero sabiendo que ese humo blanco, cuando llegara, les devolvería un sentido de pertenencia, una dirección espiritual.
Los vendedores ambulantes no se daban abasto. Los periodistas, con los ojos puestos en la chimenea, repasaban nombres, biografías, especulaciones. Mientras tanto, la Capilla Sixtina era un recinto de oración intensa, donde cada voto era una súplica colectiva por discernimiento.
En ese clima de recogimiento se gestó una decisión que cambiará el rumbo de la Iglesia.
Cuando el cardenal Dominique Mamberti pronunció el tradicional “Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam”, los relojes parecieron detenerse. La plaza se quedó sin aire por un segundo. Y luego, el nombre: “Dominum Robertum Franciscum Prevost, qui sibi nomen imposuit Leonem XIV.”
León. Un nombre que evoca fuerza, liderazgo, pero también renovación. El último papa con ese nombre, León XIII, fue conocido por su encíclica Rerum Novarum (“De las cosas nuevas”), que abrió el camino de la doctrina social de la Iglesia en plena Revolución Industrial. Elegir ese nombre no fue casualidad. Fue una señal.
Y el gesto no se hizo esperar. Minutos más tarde, apareció en el balcón central de la Basílica de San Pedro. Vestía una sotana blanca, un roquete, una túnica corta de tela blanca. Además, portó la muceta papal de color rojo que le cubría el pecho y la espalda, una estola con detalles dorados “que simboliza los poderes sagrados que recibe como pastor y guía de la Iglesia, el casquete de seda blanco “que solo se quita ante Dios en los actos litúrgicos”.
En su torso colgó una cruz pectoral de madera que había usado durante años como misionero. No alzó los brazos, no buscó la ovación. Se quedó quieto. Miró a la multitud con ternura. Y habló.
Con voz pausada, cálida y clara, el primer papa estadounidense de la historia católica, pronunció las primeras palabras de su pontificado: “La paz sea con todos ustedes.” Las mismas que Cristo resucitado ofreció a sus discípulos. Las mismas que generaciones de cristianos han pronunciado como saludo, como súplica, como consuelo.
Ese fue el inicio de un discurso que caló hondo. No hubo notas en sus manos. No hubo grandilocuencia. Hubo alma. Y hubo dolor compartido por un mundo marcado por conflictos, por un planeta que busca puentes y solo encuentra muros.
“El mundo necesita su luz”, dijo, hablando de Cristo. “La humanidad lo necesita como ese puente que nos lleva a Dios y al amor divino”. Con esas palabras, León XIV no sólo inauguraba su pontificado, sino que trazaba su hoja de ruta: paz, diálogo, cercanía.
Pero fue en un momento específico que los corazones latinoamericanos se estremecieron. El nuevo papa no olvidó sus raíces misioneras. Cambió al español por un instante y, conmovido, dijo: “A mí querida Diócesis de Chiclayo en el Perú, donde un pueblo fiel ha acompañado a su obispo, ha compartido su fe y ha dado tanto para seguir siendo Iglesia fiel de Jesucristo.”
Las cámaras enfocaron a un grupo de peruanos ondeando su bandera y llorando. No era sólo emoción nacional. Era la certeza de que un hombre que ha caminado con los pobres, que ha escuchado la voz del pueblo sencillo, estaba ahora al frente de la Iglesia universal.
León XIV se definió también como agustino. Recordó la famosa frase de su fundador espiritual: “Con ustedes soy cristiano, y por ustedes soy obispo”. En ese eco antiguo, León XIV se reconoció como servidor, no como figura de poder. Habló de comunidad, de la Iglesia como casa común, de una misión compartida.
“Todos podemos unirnos para tener ese hogar en el cual todos estamos listos para asistir”, dijo con un dejo de emoción, y la plaza respondió con un aplauso espontáneo que rompió la solemnidad.
El discurso culminó con una oración. En el día de la súplica a la madre de Pompeya, pidió a la Virgen María que acompañe su misión. Y con todos los presentes, recitó el Ave María. La plegaria se alzó como una sola voz, como si las diferencias de idioma, nacionalidad o ideología quedaran suspendidas por un momento.
Allí, entre luces que comenzaban a encenderse como un saludo al pronto anochecer y una brisa leve que soplaba sobre Roma, el papa León XIV se retiró. No sin antes regalar una mirada larga, una última bendición silenciosa y la certeza, en el corazón de miles, de que algo profundo había comenzado.
La elección de León XIV no es sólo un cambio de rostro en la silla de Pedro. Es la llegada de un pastor con experiencia misionera, con mirada global, con raíces en el sur del mundo y formación en el norte. Es un hombre que ha sabido escuchar antes que hablar, que ha vivido en carne propia los desafíos de una Iglesia que busca renovar su voz sin perder su alma.
En los actuales tiempos convulsos, su elección parece ser una respuesta a las oraciones de muchos. Una apuesta por el diálogo frente a la polarización. Por la cercanía frente al aislamiento. Por el Evangelio vivido desde abajo, con los que más sufren.
León XIV ha empezado su pontificado no con promesas, sino con presencia. Y ese es quizás el gesto más poderoso de todos.
Tras cuatro votaciones, los 133 cardenales reunidos en el cónclave eligieron como nuevo pontífice a Robert Francis Prevost (EEUU. 1955), quien adoptó el nombre de León XIV.
Prevost nació el 14 de septiembre de 1955 en Chicago, Illinois. Tiene raíces franco-italianas y también vínculos familiares con España por parte de su madre.
A los 22 años dio sus primeros pasos en la vida religiosa al ingresar al noviciado de la Orden de San Agustín en Saint Louis, donde más adelante obtuvo el título en Teología.
Posteriormente, fue destinado a Roma para continuar su formación, esta vez en Derecho Canónico. En 1987 recibió el grado de doctor y, ese mismo año, fue nombrado director de vocaciones y responsable de misiones de la provincia agustiniana “Madre del Buen Consejo”, con sede en Illinois, Estados Unidos.
Solo un año después de asumir esas responsabilidades, Prevost fue enviado a Perú, específicamente a la misión de Trujillo, donde coordinó un programa conjunto de formación para aspirantes agustinos en los Vicariatos de Chulucanas, Iquitos y Apurímac.
Con apenas 33 años, se estableció en ese país del que con el tiempo adoptó la nacionalidad. Su paso por esta nación lo marcó como un referente pastoral comprometido con los sectores más vulnerables y como un puente entre diversas comunidades dentro de la Iglesia.
Durante su larga trayectoria en el país suramericano, desempeñó múltiples funciones: fue párroco, profesor en el seminario, prefecto de estudios, juez del tribunal eclesiástico y parte del consejo consultivo de la Diócesis de Trujillo. Además, estuvo al frente del seminario agustino de esa ciudad durante diez años.
Entre 2018 y 2023 formó parte de la Conferencia Episcopal Peruana, donde ocupó el cargo de segundo vicepresidente, y entre 2020 y 2021 se desempeñó como administrador apostólico de El Callao.
En 2014 fue designado obispo de Chiclayo, responsabilidad que ejerció hasta 2023, cuando el papa Francisco lo convocó a Roma para asumir como prefecto del Dicasterio para los Obispos y presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, funciones que desempeñó hasta su más reciente nombramiento.